Deambular por el mundo requiere de una capacidad para vivir el aquí y el ahora de una manera creativa, lidiando constantemente con las diferencias irreductibles, estando en el hacer productivo y también en el generoso.
Por Dra. Nancy Caldarella
Mag. Psicología Clínica-Psicoanalista ©
Médico General
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Las migraciones permiten que las angustias y los sufrimientos generen un trabajo psíquico, una fuerza, si se quiere, que se le impone al psiquismo que permitirá la expresión creativa y la acción necesaria para el crecimiento personal y psíquico, un movimiento hacia adelante.
En el desapego de emigrar, nos desprendemos, nos desapegamos para ir en otra dirección, siempre con la incertidumbre de cómo será esta experiencia. Las incertidumbres surgen no sólo en relación a las nuevas propuestas laborales o nuestras expectativas socio-económicas en el nuevo destino, sino también aparece la incertidumbre de la experiencia de “lo extranjero”, lo diferente en la vida cotidiana.
Muchas veces este “ser extranjero” toma forma en la sensación interna de extrañamiento que puede ser vivida como “quedar fuera de lugar” o, muchas veces, “estar fuera de lugar”. Podemos sentir las señales en nuestro interior como una experiencia de desconexión y de lejanía inexorable.
El desafío que el emigrar nos impone, implica que nos veamos enfrentados a cambios que impactan en nuestra identidad y en nuestro sentido de pertenencia. Inevitablemente, aunque este cambio implique un mejor bienestar, puede ser experimentado con un carácter traumático y nos invita a mirar para adentro en una especie de relación íntima con el dolor y, muchas veces, con la melancolía. Pasamos por estados de enojo, arrepentimientos, rabias e impotencia, que pueden amenazar nuestra fortaleza e incluso nuestra identidad. Muchas veces esta retirada hacia un mundo interior es necesaria para la supervivencia.
La vivencia de emigrar, ya sea para acompañar los proyectos de un compañero o para desarrollar los propios, en busca de nuevos horizontes y culturas, o solo por un tiempo, a veces con excelentes condiciones y propuestas, o por el deterioro económico del propio país, nos confronta, sin embargo, a algo de lo que históricamente significaba irse. Esto nos sale al paso como una especie de dolorosa condición de extranjero, lo desterrado o lo expulsado, se nos puede representar como aquello que en otros momentos de la historia los exiliados representaban, los exiliados de la postguerra, el mismo Freud exiliado y fallecido en Londres. El emigrar, históricamente como el que pensaba diferente o el que por su religión era perseguido, inevitablemente contiene una connotación de castigo. Y es así, casi como por una superposición mágica que, muchas veces, nos podemos sentir castigados por las inclemencias del ser extranjeros, nos sentimos culpables por lo que dejamos y podemos vivenciar las dificultades como un castigo por abandonar nuestras raíces y amoldar nuestra identidad. “Lo extranjero” se nos representa como algo amenazante y tan diferente que necesitamos invisibilizarlo en nosotros mismos, para no resultar objetos amenazantes. La otredad, como una aparición palpable en nuestro ser, que se hace presente en la medida en que nos relacionamos con los otros, en un nuevo destino, y que puede crecer como una alteridad obstinadamente extranjera que nos limita en un intercambio más enriquecedor.
Cuando emigramos perdemos esos espacios conocidos de la vida cotidiana, nuestros olores familiares, los gestos conocidos, ese “entenderse casi sin palabras”. Y, como de palabras y lenguaje estamos atravesados, la lengua materna es una arista doblemente inquietante para los que emigran. Por algo la lengua es “materna”; de alguna manera, el estar lejos de “casa”, lejos de esta lengua que es materna, “madre”, nos pone en un lugar de indefensión casi infantil, sin embargo, bien sabemos las que somos madres, que la separación y el salir de la casa, permite la oportunidad de que nuestros hijos tengan un crecimiento psíquico y se transformen en seres autónomos e independientes.
Muchas veces en “lo extranjero”, en este “ser emigrado, inmigrado”, encontramos una nueva identidad, nos aferramos a ella como si fuera una nueva nacionalidad, hallamos ahí un lugar seguro, no es fácil dejar de ser extranjero en un nuevo país -y acaso tal vez nunca se deje de serlo-, tal vez esta nueva identidad nos permita alcanzar un nuevo estatuto que nos permita mantener un ilusorio de “nueva nacionalidad” en la que se comparte un código común.
El discurso de la clínica diaria, que traen muchos de los extranjeros que acuden a una consulta, indican las dificultades que atravesamos en este habitar los nuevos espacios, procesar las separación y rupturas, el duelo por el cambio. Podrán ser cosas que aparecen en lo cotidiano, que indican un malestar, algo diferente a lo conocido; luchamos por habitar esos espacios, tomamos desafíos y muchas veces podemos sentir la incertidumbre como un devenir incierto, tomamos decisiones, riesgos, crecemos, creamos…, nos reconocemos entre extranjeros los unos con los otros, en un país extranjero, y así somos tan extranjeros, en este reconocimiento mutuo y extrañamente familiar, de camaradería secreta.